¿Conectar con el niño interior?
¿Conectar con el niño interior?
En una gran parte de la Psicología se identifica metafóricamente a la infancia con el paraíso perdido. No es por nada el nombre de jardín de infancia.
Así, ya de adultos, se recomienda como clave terapéutica para un desarrollo psico-emocional sano conectar con nuestro llamado ´niño interior´ como símbolo de recuperar la espontaneidad, la capacidad lúdica, el compromiso con la acción, la inocencia, la capacidad de sorpresa, la dimensión instintiva y demás bondades condensadas en la figura del infante.
Para ser felices se nos invita a volver a ser niños, quizá con un poco ciática, con unos michelines de más o una incipiente alopecia, pero niños, al fin y al cabo. Entrar en contacto con esa instancia reprimida por un sinfín de aspectos; estereotipos, miedo al juicio, el deber ser, lo políticamente correcto, la institucionalización de los procesos educativos y de socialización, etc.
No solo desde lo terapéutico, también los artistas suelen ser punta de lanza de la idealización de la infancia que identifican con un estado de libertad, de plena individuación y de fertilidad creativa frente al Poder alienante que busca el máximo control y homogeneización social.
¡Y he aquí la aparente paradoja!, el Poder (político, económico, comercial, mediático…) también se apunta a esta reivindicación, pero lo hace a su manera, promoviendo la infantilización del adulto no ya con el fin de estimular la creatividad y la pulsión vital y expansiva del individuo sino esta vez con el fin estratégico de establecer relaciones de dependencia y, por supuesto, colocarse en el rol proveedor de papá y de mamá, de ser el jardinero invisible de este nuevo jardín de infancia. Y en esto proceso tiene un rol fundamental el mundo online y su promesa de omnipotencia e instantaneidad prototípicas del niño.
Si a ello se le une el insoportable enlazamiento de crisis económicas, se entiende que el adulto quiera volver a ser niño, esa bendita criatura que no paga hipoteca ni impuestos, que no tiene miedo de que le echen del trabajo ni está frustrado por no encontrar uno.
Y paralelamente y para que no decaiga la cosa, otro fenómeno social: la adultización del niño estimulada de nuevo por lo digital (ej. fácil acceso a contenidos no adecuados para su edad madurativa), por la competitividad creciente (niños sometidos a una educación de alto rendimiento, concursos donde los niños compiten para satisfacer las demandas narcisistas de sus padres… ), la explotación comercial del niño, etc.
Ahí estamos, adultos queriendo ser niños y niños queriendo ser adultos, la noria es infinita. En realidad, esto siempre ha sido así el adulto lleva incorporada su infancia y los niños aprenden por imitación de sus figuras de apego adultas. La cuestión es la intensidad desproporcionada del fenómeno, la explotación forzada de un proceso natural.
Y como lo social es una matriz inagotable de símbolos, nos encontramos con Hasbulla, un joven ruso de veintipocos años con aspecto niño de cinco años (debido a una deficiencia de la hormona del crecimiento), con millones de seguidores en las redes sociales y convertido en fenómeno viral. Un símbolo reversible: Un niño adulto y un adulto niño a la vez.
Los adultos queriendo recuperar el paraíso en el pasado y los niños queriendo llegar al paraíso que está en el futuro. Y mientras el presente sin barrer. Y de ahí sale otro fenómeno de moda, integrado en el desarrollo personal (yoga, mindfulness…) que se hace eco de tradiciones orientalistas y que encuentra cada vez más base científica en la neurociencia que promete que ´el paraíso´ está en el presente (en la consciencia del presente), sin la nostalgia del pasado, ni las frustraciones del futuro que no llega.
Parece que tiene sentido y cuando ya estábamos tranquilos, ¡vamos y nos danos cuenta de que cuando se nombra el presente éste ya ha pasado!, ¡de que el presente es inasible!
Quizá el paraíso no tenga que ver con el tiempo. Quizá tenga que ver con el vínculo amoroso con otras personas: abuelos, padres, hijos, amigos, parejas, etc. Y ahora me viene el final de ese maravilloso libro, Diario de Adam y Eva de Mark Twain, dónde un Adán que un principio reniega de la insidiosa presencia de Eva (esa criatura que echa agua por los ojos y le pone nombre a todo) acaba claudicando y reconociendo que ´Allí donde estuviera ella, estaba el paraíso´. Quizá sí, quizá la felicidad está más en la calidad de nuestros vínculos que perdida por el tiempo. Quizá no se trata tanto de conectar con el niño interior y más de conectar más con el de enfrente.
David García
Consultor estratégico de investigación